Yo también he sufrido un aborto espontáneo
¡Hola después de tanto tiempo!
¿Cómo estáis?
Hoy vengo con una entrada un poco
diferente a lo habitual, una entrada muy personal, pero (creo) que también muy
necesaria. Una entrada que seguramente a muchos os dará palo leer porque trata
de un tema doloroso, pero que os animo a hacerlo porque hay mucho
desconocimiento entorno a él. Antes de nada, decir que ni soy médica, ni experta
en el tema y que todo lo que aquí relato se basa en mi experiencia personal en
el asunto. No pretendo aleccionar a nadie, sólo hablar del tema desde mi punto de vista.
Si os pasáis habitualmente por el
blog quizás os hayáis dado cuenta de que últimamente no he estado muy activa. De
hecho, llevo desde el 18 de mayo sin publicar nada, ni siquiera el resumen de
lecturas que suelo hacer cada mes o cada dos meses. No es que no haya leído
nada últimamente (aunque la verdad es que mi ritmo ha decaído mucho). Pero el
caso es…
...que he estado embarazada. Algo
que descubrí precisamente la semana en que publiqué esa última reseña.
Y, sí, habéis leído bien la frase
anterior. Pone “he estado”. En pasado. Porque ya no lo estoy: he sufrido un
aborto espontáneo y he perdido al bebé
que estaba esperando.
Y precisamente de eso es de lo
que vengo a hablaros hoy, del aborto
espontáneo, ese gran desconocido, un tema tabú, doloroso e ignorado que
nuestra sociedad insiste en esconder.
Ya de antes de perder al bebé, en
esos primeros meses de embarazo, descubrí que a día de hoy el embarazo se
sigue mitificando muchísimo. Se insiste en la
idea de que es una de las mejores etapas en la vida de una mujer, unos meses en
las que la embarazada desprende belleza y vitalidad, y que está lleno de
alegría y ternura.
«La dulce espera», se sigue llamando en muchas ocasiones.
«La dulce espera», se sigue llamando en muchas ocasiones.
Nada más lejos de la realidad.
El embarazo es una época dura y hay mucha desinformación y mentira alrededor de ese tema. Son
especialmente duros los tres primeros meses, aunque en muchos casos los síntomas o complicaciones pueden alargarse hasta el parto.
En ese primer trimestre el
cuerpo sufre una sacudida hormonal tan bestia que todo parece venirse abajo.
Aumenta la cantidad de sangre que circula por el cuerpo, aumenta el ritmo
cardíaco para mover toda esa sangre, disminuye la capacidad pulmonar, hay inestabilidad
emocional a niveles de llanto compulsivo y ataques de ira sin justificación;
también el sistema digestivo se vuelve completamente loco: náuseas, indigestiones,
ardores, estreñimiento, cosas que te encantaba comer empiezan a darte un asco
terrible y los olores se vuelven insoportables hasta incluso hacerte vomitar. Y
no hablemos del cansancio extremo y el sueño, el dormir doce horas al día y no
tener fuerzas para levantarte e ir a trabajar, el ver todo el trabajo pendiente
y sentir deseos de llorar por no ser capaz de terminarlo.
Y estos sólo son los síntomas
típicos, los que tienen la mayoría de embarazadas en mayor o menor medida y que
no tienen que preocupar a nadie porque son «normales».
Luego está lo que llamaríamos las
«complicaciones»: todo aquello que puede hacer que el embarazo salga mal y que
termine en aborto.
Porque los embarazos pueden
salir mal. Y es normal y natural que salgan mal.
Entonces, ¿por qué no se habla más de ello? ¿Por qué se esconde bajo la alfombra y se ignora, llegando a hacer creer a la gente que una vez te has quedado embarazada todo saldrá rodado y que un aborto es algo raro que sólo le ha pasado a la vecina del quinto o a esa prima lejana que apenas conoces?
Entonces, ¿por qué no se habla más de ello? ¿Por qué se esconde bajo la alfombra y se ignora, llegando a hacer creer a la gente que una vez te has quedado embarazada todo saldrá rodado y que un aborto es algo raro que sólo le ha pasado a la vecina del quinto o a esa prima lejana que apenas conoces?
Se calcula que entre un 20 y
un 25 por ciento de los embarazos conocidos termina en aborto (ese
porcentaje sube al 50 por ciento cuando incluimos los embarazos no conocidos y
que se interrumpen en estadios tan tempranos que pasan por simples reglas dolorosas).
Eso quiere decir que aproximadamente una de cada cuatro mujeres perderá a su
bebé antes de darlo a luz. En la mayoría de casos esa pérdida ocurre en el
primer trimestre y se debe a malformaciones en el mismo embrión que impiden que
se desarrolle con normalidad. Pero hay casos en los que el bebé puede incluso
morir a pocos días de nacer.
Probablemente algunos dirán que
si conociéramos todos esos detalles no querríamos tener hijos por miedo. Pero
eso no es cierto: querríamos tenerlos igual, pero estaríamos preparadas para
aceptar la pérdida con más facilidad. Nos sentiríamos arropadas y comprendidas
cuando eso ocurriera y no como el bicho raro que ha perdido a un bebé, mientras
que todas esas mujeres felices sostienen al suyo en brazos. Y aquellas mujeres que no se sienten con fuerzas ante la posibilidad de sufrir un revés como ese podrían ahorrárselo, porque no todas estamos preparadas para algo así.
Si dejáramos de esconder esos
abortos sabríamos que nuestras madres, hermanas, primas, tías cuñadas, suegras
y amigas los han sufrido también, y podríamos buscar apoyo en ellas. Ese «no le
cuentes a nadie que estás embarazada hasta haber cumplido los tres meses por si
algo sale mal» sólo trae sufrimiento a la embarazada, que tiene que vivir sola
su pérdida en caso de aborto. Esos «tranquila, sólo ha sido un aborto temprano, tendrás más hijos
en el futuro» que buscan animar sólo tratan de minimizar un dolor que no puede
minimizarse o negarse y que está ahí, y hay que vivirlo como tal.
Es duro hablar de la muerte y
más duro aún hacerlo de la muerte de un futuro bebé, pero ignorar el problema
no lo hace desaparecer, sino que lo enquista.
Hay abortos, hay muchos abortos, tenemos que aceptarlo y hablar de ello. Muchas mujeres que quieren ser madre los sufrirán en su vida fértil. Así que, sin regodearnos en el dolor, porque hacerlo tampoco va a ayudar, hay que hablar de ello sin tapujos, de lo que se siente y del dolor que conlleva. Y hay que intentar hacer que todo sea más llevadero para esas madres y también esas parejas (hombres o mujeres) que han tenido que asistir impotentes al sufrimiento de su mujer y de la muerte de su bebé nonato.
Hay abortos, hay muchos abortos, tenemos que aceptarlo y hablar de ello. Muchas mujeres que quieren ser madre los sufrirán en su vida fértil. Así que, sin regodearnos en el dolor, porque hacerlo tampoco va a ayudar, hay que hablar de ello sin tapujos, de lo que se siente y del dolor que conlleva. Y hay que intentar hacer que todo sea más llevadero para esas madres y también esas parejas (hombres o mujeres) que han tenido que asistir impotentes al sufrimiento de su mujer y de la muerte de su bebé nonato.
En mi caso, el aborto ha sido un proceso largo y doloroso, que he vivido con mucha incertidumbre y mucha ansiedad por saber que no podía hacer nada al respecto. Esa es de las peores de este proceso: la espera incierta, el saber que, pase lo que pase, el resultado no depende de ti ni de lo que hagas, ni de lo que hagan las médicas. Es algo que en la mayoría de casos ocurre por razones naturales que no pueden evitarse.
Mis problemas en el embarazo empezaron antes de la segunda revisión con mi ginecóloga, al poco de que se cumplieran ocho semanas de mi embarazo (las semanas de embarazo se cuentan desde la fecha de la última regla). Esa semana tuve pérdidas leves.
Descubrir sangre en tu ropa
interior o en el papel higiénico cuando vas al baño es de las peores pesadillas
para una embarazada. No debe salir sangre de la vagina durante el embarazo
y que la haya implica que algo no está yendo del todo bien. Desde el principio
sabes que la posibilidad está ahí: has oído que fulanita estuvo perdiendo
durante todo su embarazo, que a menganita le mandaron reposo por lo mismo, o
incluso que zutanita tuvo un aborto. Pero nadie te prepara para el terror que
sientes al vivirlo en carne propia y comprender lo que todo eso puede implicar para tu
embarazo.
En esa segunda revisión, la
ginecóloga descubrió dos cosas: la primera fue que el embrión tenía un tamaño
menor del esperado (seis semanas de embarazo en vez de ocho) y la segunda que
había un pequeño desprendimientos en mi matriz, que era lo que probablemente
causaba las pérdidas. Pero en la pantalla podía apreciarse el latido
del corazón del embrión, así que en principio todo iba bien.
Me recetaron progesterona y me
mandaron reposo relativo para cerrar el desprendimiento. Me dijeron: «tranquila,
no pasaba nada, estas cosas son muy normales en los primeros meses, cuando todo
está muy tierno y tiene que terminar de asentarse».
Eso fue un sábado. Tenía control
en semana y media para ver como evolucionaba la cosa. No llegué a ir.
Ese mismo martes estaba en
urgencias con un dolor muy agudo en el bajo vientre. Me hicieron una ecografía,
pero no se veía nada como para justificar el dolor. «Probablemente son gases o
estreñimiento», me dijeron, «le ocurre a muchas embarazadas». Así que me
mandaron a casa y me dijeron que, por el momento, todo bien y que si no había
sangre abundante no había de qué preocuparme. Que fuera al control con la
ginecóloga tal y como tenía programado.
Pero el sábado por la noche
empecé a manchar fuerte otra vez (durante esa semana manché un par de veces,
pero siempre de forma muy leve) y, lo que me asustó más: empecé a sacar
coágulos de sangre seca.
A partir de ahí la cosa fue de
mal en peor, los coágulos y los manchados no cesaron y, por la tarde, el color
del sangrado había pasado de marrón a rojo, que es la mayor señal de alarma
posible.
Por la noche volvía a estar en
urgencias para una nueva ecografía. Ese día tuve que esperar dos horas a que me
atendieran porque la ginecóloga estaba en la sala de operaciones cuando llegué.
Dos horas llenas de nervios e incertidumbre. Cuando al fin pudieron atenderme, tampoco hubo una respuesta clara.
El problema es que tengo el útero
muy desplazado hacia atrás, lo que dificulta enormemente la exploración. Además, el ecógrafo de urgencias no tenía mucha potencia,
así que aunque veían la bolsa todavía bien implantada en mi útero, no
alcanzaban a ver el embrión dentro para comprobar si tenía latido. Tampoco
parecía haber un desprendimiento que justificara el sangrado. De todos modos,
lo que sí que veían era que el crecimiento no estaba yendo como se esperaba: en
teoría ya debía estar de más de nueve semanas y el feto tenía el aspecto de
tener sólo entre seis y siete semanas.
Me dijeron que tenía que hacerme
una nueva revisión en 48 horas, así que pedí hora con mi ginecóloga particular.
Su ecógrafo sí pudo captar al
embrión. Y determinar que no había latido.
Mi ginecóloga me ofreció la
posibilidad de repetir la ecografía en una semana, para asegurarnos al cien por
cien de la muerte fetal, y que para entonces ya hablaríamos de lo que hacer. Mi
marido y yo le dijimos que sí porque, ¿qué más podíamos hacer en ese caso?
Quiero decir, realmente no creíamos que nada fuera a cambiar, habíamos aceptado
que el bebé que esperábamos había muerto, pero cuando la médica te pone esa
posibilidad sobre la mesa sólo puedes fiarte de su criterio y aceptar su
sugerencia.
Esa semana me quedé en casa, sin
ir al trabajo. Los sangrados eran cada vez mayores y el dolor también. Era como
tener una mala regla que empeoraba día a día. Además me sentía hundida y sin
fuerzas, como si la realidad se hubiese roto. No puedo decir que me sintiera
culpable, sé que no es mi culpa, ni la de nadie. Tampoco es que tuviera muchas
esperanzas puestas en ese embarazo (que en realidad nos cogió muy de sorpresa),
ni que tener un hijo fuera algo que deseara con todo mi corazón. Pero de algún
modo me había hecho a la idea. Había pensado en ello, y aunque no tenía planes
de futuro a largo plazo sí había empezado aceptar que mi vida iba a cambiar. Y,
de repente, ya no era así. Esos dos meses desaparecían de un plumazo. O, peor
aún, no desaparecían, sino que se quedaban enquistados dentro, como si hubiese estado viviendo en una realidad paralela durante dos meses y ahora volviera a mi realidad, pero con el
recuerdo de ese bebé que había estado ahí pero no había llegado a nacer.
Todo este proceso ha hecho que
recuerde cuando cierta persona me contó, hace muchos años, que ella había
tenido un aborto y había perdido un bebé. Recuerdo que en ese entonces yo pensé
«¿cómo puede acordarse de un bebé que llevó tan poco tiempo dentro y que murió
hace más de 25 años?». Y la verdad es que ahora la entiendo. Ahora entiendo lo mucho que duele cuando la gente te dice «bah, eso no ha sido nada, era demasiado
pequeño incluso para que pudieras sentirlo, enseguida volverás a quedarte
embarazada, ya lo verás». Porque por más pequeño que fuera ese bebé, o ese
embrión, o ese cúmulo de células, ha vivido dentro de mi durante un tiempo, y
por más que me hubiese planteado el hecho de que algo podía salir mal o que no
me hiciera ilusiones, he estado dos meses pendiente de ella o de él, intentando
que todo fuera bien y que pudiera nacer en un buen lugar y en unas buenas
condiciones. Y no lo he conseguido. Se ha muerto dentro de mí y ese dolor y esa pérdida me van a quedar ahí para siempre.
Como final de esta historia os
voy a contar que los restos del embarazo (incluidos la bolsa y el embrión) me los
sacaron el domingo siguiente al inicio del sangrado rojo, por raspado por succión. El raspado por
succión es una intervención quirúrgica muy sencilla que dura apenas unos
minutos y que consiste básicamente en que te abran el cérvix con unos
dilatadores (el cérvix es la puertecita al útero y está situada al final de
la vagina, os lo cuento más que nada porque yo antes de quedarme embarazada no
sabía ubicarlo exactamente), te metan un tubito de plástico y aspiren el
contenido del útero, como si fuera una aspiradora. No necesita ni puntos,
ni medicación (salvo algún calmante para el dolor) y en unos días puedes
volver a hacer vida normal.
Durante la semana que estuve en
casa sabiendo que el embrión ya no tenía latido, el dolor y los sangrados
fueron aumentando hasta llegar a un punto en los que se me hacían intolerables,
no dejándome dormir por las noches y recordándome las 24 horas del día que
había perdido el embarazo. Cada vez que expulsaba un coágulo (algo muy
traumático y doloroso) me preguntaba si sería el embrión muerto. Por eso me fui
a urgencias, porque ya no podía aguantarlo más. Allí, tras certificar que no
había habido evolución en el embarazo durante la última semana y que el saco
embrionario seguía todavía implantado en la matriz y había que sacarlo, me
dieron dos opciones: pastillita o intervención.
Reconozco que el tema quirófano y
anestesia me da mucho miedo y que estuve pensando en elegir la pastilla. Pero
estaba físicamente agotada, después de pasar casi toda la semana sin dormir y
con el dolor de los últimos días todavía ahí. Además, tal y como me advirtió el
ginecólogo de guardia, el dolor sería mucho peor y habría mucha, mucha sangre,
porque la pastilla lo que hace es inducir a que el útero empiece a sufrir
contracciones, como si tuvieras un parto a pequeña escala. Sí, me recetaría
calmantes, pero la sensibilidad al dolor varía mucho de una persona a otra y mi
umbral es especialmente bajo. Tampoco me llevo bien con la sangre. La mía la
tolero, pero imaginarme una hemorragia me daba auténtico pavor. Y, además,
estaría sola, porque aunque mi marido estaría a mi lado, él tampoco llevaba el
tema muy bien. Por no hablar de que la efectividad de la pastilla es de
alrededor del 70%, lo que implicaba que si no funcionaba podía ser que en un unos
días volviera a encontrarme en urgencias, sin haber avanzado nada.
Tengo que decir que todo fue muy
bien. El dolor y el malestar que viví durante esa semana desaparecieron por
completo tras la operación (dejando a un lado las molestias propias de una intervención, que acabaron pasando en unos días) y al fin pude relajarme y pasar página, porque ya no había algo recordándome todo el tiempo
que había perdido al bebé. No es que ahora mismo sea la alegría de
la huerta, sigo con mi tristeza por la pérdida. Pero encontrarme bien
físicamente me permite encarar esa tristeza con más fuerza.
Hay momentos de llanto todavía. A
veces vienen porque sí, ya sea fregando los platos, leyendo un libro o viendo
un anuncio en la tele. También hay momentos en los que sigo sintiéndome
desconectada de la realidad, como si hubiera vuelto a esa realidad paralela en
la que sigo embarazada. Entonces me llama mi madre o recuerdo que en un par de
días vuelvo al trabajo, y puedo recuperar mi conexión con la realidad.
Han sido unas semanas duras y
llenas de incertidumbre, pero me anima mucho saber que hay gente que me quiere
a mí alrededor, tanto mi marido, como mi familia, como mis amigas y amigos, y que
pronto podré volver a mi vida, que es una vida que, aunque tiene sus cositas
malas como todas las vidas, es una vida que disfruto mucho. Y, quien sabe,
puede que en unos meses me animo a volver a intentar lo del embarazo, aunque
ahora mismo sólo pensar que podría volver a ocurrir lo mismo me paraliza de
miedo.
Sólo espero que mi testimonio
arroje un poco de luz a este oscuro mundo de los abortos espontáneos y que si
alguna pasa por esta situación sepa que no está sola.
Gracias por compartir tu testimonio...Leyéndolo con este detalle me hizo empatizar mucho más con tu situación. Tengo otras conocidas que también han sufrido abortos, pero no hablan demasiado de ello, y menos en redes sociales... Es cierto que se deberían desvirtuar ciertos temas y eliminar tabúes. Muchos ánimos y pa'lante!!
ResponderEliminarGood information.
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