Relatos: La Ciudad de las Estrellas



Cuenta la leyenda que una vez, en el inicio de los tiempos, la Diosa de Todas las Cosas se encontró a un espíritu diminuto que lloraba en soledad cuando paseaba por el firmamento. Ese espíritu, del tamaño del hueso de una cereza, había pertenecido a una niña que no había llegado a nacer.
La Diosa de Todas las Cosas lo tomó con cuidado entre sus manos y le preguntó:
—¿Por qué lloras, pequeña?
A lo que el espíritu le respondió, con pesar:
—Porque no he podido nacer y estoy sola.
—Entonces ven conmigo. Te llevaré hasta el Bosque de las Almas, en el Mundo de la Noche, donde moran todos los que han existido. Allí no estarás sola.
Pero el espíritu rehusó el ofrecimiento.
—No hay sitio para mí en el Bosque de las Almas. Puesto que no nací, no tengo nombre y las otras almas no pueden verme. No existo para el resto de hombres y mujeres. Sólo vos escucháis la voz de mi corazón.
La Diosa de Todas las Cosas quedó muy conmocionada al escuchar aquellas palabras. Aunque tenía todo el conocimiento del universo, a veces había detalles que le pasaban por alto. Y ese era uno de ellos. Había creado expresamente el Bosque de las Almas para que todos los muertos encontraran un sitio en el que descansar. ¿Cómo podía ser que los niños no nacidos no tuvieran lugar en él? Necesitaba una explicación.
Por eso decidió emprender un viaje por el Mundo de Día, para conocer de primera mano lo que le contaba el espíritu.
—¿Quieres venir conmigo? —le preguntó, antes de partir.
A lo que ella respondió que sí y la Diosa de Todas las Cosas se la guardó en uno de los bolsillos de su túnica para que no se perdiera, antes de encaminarse hacia al Mundo de Día.

Viajaron durante una eternidad. Recorrieron todos los lugares y todas las gentes. El Mundo de Día era basto y diverso.
Los vivos no podían verlas, pero algunas veces intuían su presencia. A veces les rezaban y a veces las maldecían. La Diosa de Todas las Cosas tenía muchos rostros y en cada lugar la llamaban de un modo distinto. Pero, fuera como fuese, todos la conocían.
La diosa descubrió que lo que le había contado el espíritu era cierto: la mayoría de los pequeños no nacidos eran relegados a la inexistencia.
No tenían nombre, ni espacio en los altares familiares; ni siquiera una tumba. Durante las fiestas de los difuntos, en las que el Mundo de Día y el Mundo de Noche se unían, nadie los llamaba para que regresaran y pasaran unos días con sus seres queridos. Y lo más triste era que, entre tanto dolor, las familias que los habían perdido no tenían dónde guardar su pena.
Así, poco a poco, esos pequeños desaparecían del recuerdo y se convertían en polvo.
Aquella verdad afectó profundamente a la Diosa de Todas las Cosas. Ella era la diosa de la vida y de la muerte; el sufrimiento innecesario de aquellas almas no nacidas era también responsabilidad suya. Por eso, cuando regresó a la Ciudad de las Estrellas, su hogar, decidió que debía hacer algo al respecto.
Construyó un barco volador y lo dotó de infinitos camarotes. Era un barco de plata, que surcaba el cielo y también el océano. Cada nuevo amanecer, la Diosa de Todas las Cosas se subía abordo y viajaba hasta el Mundo de Día en busca de esas pequeñas almas. Las tomaba bajo su protección, les daba nombre si no lo tenían y se las llevaba hasta la Ciudad de las Estrellas, donde cuidaba de ellas. A cambio, ofrecía a las familias una azalea, para que cuando floreciese en primavera recordasen a su hijo no nacido.
Y, de ese modo, esas almas también encontraron un lugar de reposo en el Mundo de Noche y las famílias que habían dejado atrás, el consuelo de saber que estaban en buenas manos.


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